Wednesday, March 01, 2006

Epílogo a La Amenaza de los Tuleph. Parte Uno.

I.- Las Siete Runas arriban a destino.

El horizonte va tiñéndose con lentitud de una tonalidad variada de carmesíes. El amanecer sobre Montes Irkhem se deja ver con una hermosura y una paz que no podrían ir menos acorde al día. Algunas aves trinan a lo lejos. En los picos más altos pueden verse crestas de nubes, moviéndose con parsimonia a los caprichos de una brisa ligera. El viento silba muy despacio a través de las copas de pinos y abetos. La armonía es casi total por los largos segundos que dura el ascenso del sol hasta la cima de Irkmalan. Justo en el instante en que el astro corona la montaña, todo ser viviente bajo la luz puede escuchar la hecatombe.
Cuernos. Cientos de cuernos resuenan hasta el más profundo de los rincones, penetran en la más honda de las madrigueras, escalan la más alta de las cimas, resquebrajan la quietud de los lagos y provocan un hondo escalofrío en el cuerpo de aquel que los escucha.
Un par de ojos asoman por una gruta en las laderas de Lusûin, la montaña centinela, un par de ojos negros y duros como escarabajos. Un par de ojos que nunca esperaron encontrar bajo el plácido cielo una visión tan aterradora como aquella.
Eran decenas de miles de hombres y elfos, marchando juntos.
Desde lo alto de la posición de Curbath se apreciaba con claridad la división en siete enormes columnas. La primera de ellas parecía un río de lava, con estandartes rojos como el fuego y tocados de yelmo del color de la sangre, avanzaban dispuestos en filas de cincuenta. Casi la mitad de ellos portaban en las manos hermosas espadas, cuyos filos refulgían reflejando la luz solar. Llevaban armaduras limpias y eran altos y fuertes. Tras ellos venía un grupo menor con carcaj bien aprovisionado de flechas de largos penachos y sólidos arcos de maderas nobles y de hueso de animales raros. El último grupo, que avanzaba más lento para no darles alcance, montaba briosos corceles de colores varios, los había blancos y negros y del color de las maderas de los arcos. Aquellos hermosos ejemplares iban también cubiertos con fuertes armaduras y sus jinetes blandían largas lanzas del acero mejor templado que los ojos de Curbath habían visto jamás.
La misma disposición tenía la segunda columna, pero sus tocados y estandartes eran verdes como esmeraldas vistas a través de las nítidas aguas de Enaië y eran ellos quienes portaban los cuernos más grandes, tallados en hueso primorosamente trabajado y que emitían un sonido largo y clarísimo como de cien océanos bramando en la tormenta. Aquellos que avanzaban al frente portaban grandes escudos de color negro con runas inscritas en ellos. Las runas brillaban del mismo esmeralda que ornamentaba a los portadores.
Atemorizado por la visión, Curbath se refugió entre las sombras del risco desde donde atisbaba. Nunca, en los tres meses de misión que habían transcurrido desde su nombramiento como vigía, había abandonado su puesto. No era necesario, pues cualquier irregularidad podía reportarla con la simplicidad con que una idea es pensada intensamente, lo suficiente para que el teniente fuera capaz de captarla. La comida le era llevada dos veces al día por una patrulla de seis tuleph, casi siempre los mismos, y era suficiente para no sentir hambre.
Ahora, sin embargo, sentía deseos de abandonar su escondrijo, de volar a toda prisa al interior de Irkmalan y alertar a los que en sus profundas grutas ejecutaban las tareas cotidianas sobre el peligro que avanzaba hacia ellos. El temor de Curbath no era, sin embargo, por las columnas de hombres que había visto primero, aquellos hombres de rojo y de verde, pues muchas veces había visto insignias y ropajes iguales en cadáveres. Él mismo había dado muerte a más de uno con el filo mellado de su espada. Pero la tercera formación, la que avanzaba junto a los Esmeraldas, la única que había detenido su avance unos momentos, observando en silencio el desplazamiento de las otras seis, era distinta.
Si el sol hubiera estado en ese instante en el punto cenit, hubieran sido imposibles de mirar, pues por algún arte secreto, las láminas bruñidas de armaduras, tocados y filos, brillaba con un centellante color oro. Una luz más fuerte reflejada en las hermosas armaduras hubiera sido capaz de cegar a un hombre cualquiera. Pero aquellos no eran hombres, eran elfos. Elfos de Etnill: Los Dorados.
Curbath sabía de los Dorados lo mismo que todos los tuleph: que fuera de la gente de las minas, eran los únicos que podían darle muerte a los alados. Las leyendas sobre los hombres pequeños y gruesos de las minas del este eran comunes en Irkmalan y en Lusûin, los guerreros jóvenes las escuchaban de otros más viejos y éstos a su vez las habían oído de aquellos que sobrevivieron a la gran matanza de Eruth. Sin embargo, ninguno entre los nuevos tuleph conocía a esa gente de rostros oscuros y hachas afiladas que desgarraban su piel y bebían de su sangre, eran cuentos de locos. Los Dorados, por el contrario, eran una realidad. No era raro observar guerreros heridos por sus flechas sibilantes o por el filo agudo de sus extrañas espadas. Mucho menos era raro que volvieran a Irkmalan en grupos menores de los que habían salido, maldiciendo por lo bajo a los elfos de Etnill.
La cuarta formación iba dispuesta con el mismo orden de las dos primeras. Eran también humanos y vestían ornamentos de guerra en color azul. Un jinete avanzaba al frente, portando el estandarte de seda e hilo de plata que formaba la runa de la Lealtad. Gamiön. Su cabello entrecano ondeaba con el viento y tenía una barba corta y arreglada circundando el rostro de ojos grises. En la vaina de su espada y en todas sus armas podía verse el emblema real de Aelemaar; en sus ojos, por su parte, podría verse un odio tan profundo como Irkmalan.
Los ejércitos de Hirthan y Allirië eran quinto y sexto a la izquierda de aquella avanzada colosal. Sus capitanes, los reyes gemelos, cabalgaban juntos fundiendo a sus soldados como un solo batallón. Gêaren y Elêaren, el día y la noche, los hijos del más alto de los reyes élficos de todas las épocas, Ballâreden, señor de los bosques del este. Los mellizos tenían los rasgos idénticos, una simetría exacta de líneas en rostros y cuerpos, pero eran fácilmente distinguibles por el color de sus pieles y cabellos. Gêaren era rubio como el trigo que recién alcanza la madurez y tenía la piel cobriza, mientras que Elêaren tenía el cabello de un intenso color azabache y la piel blanca como una luna pálida de octubre.
Los rostros de todos aquellos elfos eran hermosos y soberbios, sus ojos miraban directamente a la boca gigantesca de Irkmalan, como si esperaran tan sólo el instante de ver salir de ella a la presa. Eran un sólo grupo, un solo cuerpo y una sola idea. Sólo sus ropajes podían diferenciarlos.
La última formación era la menos cuantiosa. Apenas unos cuatro mil hombres armados con espadas y lanzas, guardados por escudos de segunda mano, vestidos de mala manera, pero con expresión decidida en el rostro. Era el ejército de Nemeth, los rebeldes sublevados a Hottapher, el único de entre los reyes de Ëner que no había enviado a sus hombres a la guerra. Sus miradas eran duras y sus labios se apretaban en las comisuras. La mayoría llevaba la piel ajada por sol y sereno y las manos curtidas de la intemperie, pero en ninguno podía leerse señal de indecisión.
Ahí, en las mismas faldas de Montes Irkhem, en una espléndida llanura que se prolongaba por millas y millas, volvieron a resonar las profundas voces de los cuernos. Los siete capitanes levantaron el suyo y entonaron con potencia la orden de alto.
Aletor, señor de Aelemaar, descendió de su montura con el cuerno de hueso en la mano derecha. Era un ejemplar tallado por orfebres preciosistas en forma de un caracol marino y su sonido era grave y profundo, como una fiera que ruge en la caverna.
Igliath, rey de Ren, el más soberbio de los reyes de los hombres, alto y gallardo, se unió a Aletor en la vanguardia, portando en la mano su cuerno incrustado de obsidiana.
Huggen, de Berthor, paseó la mirada a todo alrededor mientras caminaba hacia los dos capitanes que ya aguardaban. El cuerno en sus manos era de plata. Tenía la piel colorida de quien ha pasado muchos días en el mar.
Los tres señores de los elfos se apearon de los caballos y se reunieron con ellos. Bêrendor fue el primero en llegar, los mellizos, caminando siempre codo a codo, llegaron poco después.

-Henos aquí, amigos, señores todos de humanos y elfos, hijos de esta tierra- dijo Bêrendor. Su cabello castaño oscilaba con suavidad bajo el yelmo de dorado acero.
Los otros cinco capitanes hicieron una sentida reverencia. Igliath se llevó la mano al pecho y observó con agrado los ojos azules del señor de Etnill.

-Sobrarían palabras- volvió a decir Bêrendor- Para deciros todo lo que en este momento acontecerá. Cuantos estamos bajo este sol sabemos a lo que hemos venido. Sabemos también que la muerte es preferible al fracaso. Hemos venido a morir para permitir que otros vivan en paz.

-Bajo será el costo de mi vida a cambio de eso- Dijo Igliath- Gustosamente cubriré ese saldo dejando mi sangre en esta pradera si con ello aseguro la paz a mis hermanos.

-Sea- dijo Aletor- Que yo muera para que otros vivan, pues esa sola gloria no me permitirá jamás morir del todo.

Huggen se aclaró la garganta antes de hablar. Sabía muy bien la deuda de Aletor por la memoria de su hijo. El heredero de Aelemaar había muerto masacrado por una horda de tuleph. El príncipe Alerian era su sobrino, hijo único del matrimonio de Aletor con Saalia, hermana de Huggen.
-Mi sangre por la suya- dijo, estirando el brazo derecho, en cuya mano descansaba aún el cuerno.
-Sea- dijeron los mellizos.
-¡Sea!- gritaron los seis al unísono.

-Seis voces se han alzado- dijo Bêrendor en voz baja- Más siete debieran ser. Nemeth, el reino del oeste, la gran fortaleza del océano navega sin una nave maestra. ¿Quién de entre ellos será el corazón?¿Quién el fuerte brazo de su armada?

-Sea Igliath quien lo decida- dijo Elêaren, sereno- Es él quien más tratos ha hecho con ellos y quien conocerá mejor de su valía. Confío en su juicio y sé que todos ustedes confían igual.
La comitiva dirigió sus miradas al soberano de Ren, que había adoptado un aire reflexivo. En sus ojos podía leerse un sentimiento de pesadumbre.

-Triste honor me conceden, señores míos. Triste e indeseable, pues jamás pensé que uno de los reyes de los hombres daría la espalda a su destino. No seré yo quien elija de entre esos cuatro mil hombres valerosos uno que demuestre valer más. Conozco a muchos de ellos, es cierto, y sé de alguno que es un gran capitán, de otro que hace cantar al arco y de uno más que en delicadas misiones ha enaltecido el nombre de su casa. Pero si conozco a diez, desconozco a mil. Dejemos que sean ellos quienes nombren al que será su señor de la guerra. Que ellos decidan quien es el vasallo que vale como un rey

El concilio asintió. Aquel era en verdad un sabio consejo y los cinco reyes acordaron seguirlo. Hicieron que un heraldo llevase ante ellos a los capitanes de tropa de Nemeth y cuando hubieron llegado, Bêrendor les habló, haciéndoles saber de la deliberación que minutos antes se había dado. Eran cuatro los hombres ante el concilio, tres de ellos similares en rasgos, altos y bien constituidos, de cabellos negros y quijadas fuertes y rectas. El cuarto tenía una barba agreste del color del fuego y la cabeza desprovista de pelo. Era aún más alto que sus compañeros y sus espaldas eran tan anchas como las de un caballo.

-Les saludo, reyes de todos los reinos- dijo este hombre con una voz potente y gutural, al tiempo que se inclinaba en profunda reverencia. Los cuatro tenían una rodilla en tierra, pues era grande el respeto que manaba el concilio- Mala ha sido nuestra fortuna, al conocer a tan altos señores en circunstancias tan oscuras, pero de cualquier forma, me precio de ello.
Las seis figuras ante él regresaron la venia con una leve inclinación de sus frentes. Era admirable la elocuencia de aquel guerrero a pesar de su apariencia montuna.
-Es verdad que el concilio de Enaië es tan sabio como se dice- siguió diciendo aquel hombre- Pues muchas leyendas cuentan de lo mal que le van las cosas a una armada cuyo líder no es querido, o aún más, es repudiado por sus hombres.
Los reyes gemelos sonrieron al mismo tiempo. Aquella sentencia era tan cierta como que el día precedía a la noche y ellos eran buenos testigos de ello. La tradición bárdica entre los elfos contaba con muchas canciones sobre el ejército magnífico que perdía la guerra por el desdén de los soldados a su capitán.

-Mucho tememos, señores- dijo otro de los hombres, que tenía el rostro surcado de cicatrices, pero portaba en las ropas múltiples insignias de una casa noble- Que no hay entre nosotros un hombre indicado para ser el señor de la guerra de Nemeth. El Rey Igliath sabe bien que por la división política de nuestro reino, por la distinción de clanes de nuestra gente y por muchas otras razones que no me corresponde a mí explicar, no hay amistad entre muchos de los hombres que marchan en nombre de Nemeth.

El hombre barbado que había hablado primero asintió con energía, sus ojos rutilaban una extraña vivacidad.

-Es así- dijo- Tal como dice el capitán. Sea cual fuere nuestra elección, disgustaría a los hombres de una tribu o de otra.
-Comprendemos- intervino Elëaren- Mi hermano ha visto de cerca el rechazo de aquellos que sienten que no le deben lealtad por no ser nacido en el bosque de Hirthan. Duro ha sido el camino y fatigosas sus jornadas, pero con valor y lealtad se ha ganado hasta el último corazón de sus vasallos.

-Duro ha sido, en realidad. Más ha valido la pena, pues ahora yo moriría por cualquiera de ellos y cualquiera de ellos moriría por mí.

-Es distinto- repuso uno de los hombres de Nemeth que mantenía la vista baja- Ninguno de nosotros es hijo de un rey, ni lleva en las venas la sangre de un soberano.

-Eso- repuso Igliath- No es una verdad tan pura como aparenta- Y al terminar de decirlo miró fijamente al hombretón cuya calva cabeza brillaba al sol.

-Dime tú y no ocultes verdad, ¿no eres acaso Nilhed Baarâk?

-Ese es mi nombre- respondió el guerrero- Nilhed Austriân Baarâk, primogénito de la casa del Cranecornio.

-He aquí- dijo Igliath a los otros reyes- A Nilhed, hijo de Hotalhed, quien, como sabemos, es nacido del mismo padre que Hottapher y por tanto su hermano. He aquí al sobrino del rey de Nemeth.

Nilhed apretó la mandíbula hasta que su rostro adquirió un tono blanquecino. Sus manos formaban dos puños grandes como cocos, y hundían el suelo donde estaban apoyadas. Una mueca tan dura como la que surcaba sus labios era difícil de interpretar.

-Este concilio- dijo Bêrendor en tono solemne- Recomienda a los capitanes de Nemeth y a su armada que este hombre, Nilhed Baarâk, sea nombrado su señor de la guerra. La decisión, sin embargo, es sólo suya- Y diciendo esto, los seis reyes les dieron la espalda y guardaron un profundo silencio.

Los hombres del oeste hicieron una venia y comenzaron el regreso hasta sus posiciones en la formación. El silencio entre ellos era inexpugnable. Caminaron algunos minutos bajo el sol abrasador de la mañana. Cuando hubieron llegado a la vanguardia del ejército, justo bajo los estandartes con la runa de la lealtad, Nilhed se dio cuenta de que había quedado solo. Detuvo sus pasos y giró la espalda para buscar a sus compañeros, pero lo que vio lo dejó sobrecogido. Ahí, bajo el símbolo de la lealtad, los tres capitanes de las tribus de Nemeth habían posado una rodilla en tierra y ofrendaban sus espadas hacia él, con los brazos erguidos y la vista en la tierra.

-Nuestras armas te seguirán, Nilhed Baarâk, capitán de Nemeth- juraron sus voces.
Con la garganta hecha un nudo, Nilhed desenvainó la espada, un filo enorme como un elfo, en cuya empuñadura brillaba un cráneo de plata de cuya frente brotaba un largo cuerno.

-Sea- dijo.